viernes, 1 de junio de 2012

El alzeimer que todo lo borra

En la añeja ciudad de Salamanca, una tarde de verano, seca,  y velada por las bocanadas de aire caliente que desprendía el gris asfalto, paseaba, sin rumbo. Mientras avanzaba calle arriba, intentaba recordar su destino; en vano.
Su cabeza al igual que el bochorno de aquella tarde estaba espesa, lejana y quizá inexpugnable. Minoró la velocidad de sus pasos, hasta que definitivamente se detuvo. Allí en medio de aquella calle vigilada por enormes y mudos edificios,  y no muy concurrida por la calor del momento, se dio cuenta de su indefensión. Algo se había apoderado de él; aquello le había inmovilizado hasta tal extremo que su cuerpo no respondía a ningún estimulo externo. En ese momento, ante tal desazón y desesperación,  un sudor frio resbaló por su frente. La soledad inundó su ser. 

Aquella tarde notó esa extraña sensación unos pocos minutos; poco a poco el tiempo fue devorando su cerebro, sus vivencias y sus recuerdos. Hoy su imagen reflejada en el espejo es un extraño en la habitación.


Se me fue con el sol
sin hablar sin un adiós
no recuerdo ni su cara ni su voz.

Se me fue con timidez
con la luz del anochecer
ahora sé que no le supe comprender.

Se me fue sin avisar
no le pude acompañar
a su cita con la oscuridad
yo no sé si me extraño
si al final me perdonó
sólo sé que ya no está.

Se me fue tan normal
una tarde, un día más
tan fugaz que no le pude perdonar.

Me miró, sonrió
como iba yo a saber
que tal vez su sonrisa era un adiós.

Se me fue tan natural
como el río al mar se va
se me fue de aquí a la eternidad.

Yo no sé si me extraño
si al final me perdono
sólo sé que ya no está
lo que es peor... No volverá.
(Miriam Hernández) 

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